Valentina Rozas Krause. Profesora, University of Michigan
Días antes de la elección presidencial —donde Gabriel Boric ganó con casi un 56% de los votos—, adherentes de su opositor intervinieron durante una madrugada la mitad sur de la Plaza Dignidad —con pintura blanca, pasto y flores— para, en sus palabras, “hermosearla”. La acción sugería que con José Antonio Kast el futuro sería limpio, ordenado y de colores. Para los detractores de Kast —y me incluyo—, esto reflejaba más bien su visión de país: uno profundamente desigual, con cerca de ‘la mitad’ de sus ciudadanos excluidos del progreso.
De simpleza aparente, la intervención es una estrategia ideológica que coopta el espacio ciudadano y tapa un complejo debate sobre el espacio público, la democracia, la memoria, y los derechos humanos que encuentra en la Plaza Dignidad su escenario más visible. El blanqueamiento tiene una larga historia: después del golpe militar, los murales de la Unidad Popular fueron cubiertos con pintura blanca. Igualmente usar el verdor para cubrir el pasado conflictivo: el Parque por la Paz Villa Grimaldi, en su versión inaugural de los noventas, prescribía que para alcanzar la paz —soleada y pastoril— se debía olvidar. Es decir, los adherentes de Kast usaron dos estrategias de supresión del pasado: una blanca y otra verde, la primera de la dictadura, la segunda de la ‘delicada’ transición. Así, la intervención del 17 de diciembre construye cuatro ejes ideológicos a analizar para el futuro de la Plaza Dignidad:
Falsa dialéctica: Aparece una división del país en dos extremos políticos irreconciliables; algo ideológicamente falso. Sólo uno de los candidatos está en el extremo y ese candidato perdió.
Orden y belleza: Se propone que sólo lo ordenado es bello, y esa belleza alude a un anticuado principio ornamental. Supuestamente inofensivas, las flores no sólo hacen referencia al pasado, cuando jardineras de dalias rodeaban al General Baquedano, sino que también introducen una dimensión doméstica en un espacio de usos públicos —de marchas, protestas y celebraciones— quitándoselo a la ciudadanía.
Hegemonía y control: El registro de los autores de su vandalización blanca y verde, respaldada además por el ministro del Interior, muestra la desigualdad ante la ley para quienes se apropian de bienes colectivos, representando a su vez un claro símbolo de hegemonía y control del espacio público.
Memoria y justicia: Se intenta contrarrestar el hecho de que, junto con ser un emblema del estallido social, la Plaza Dignidad es un memorial a quienes perdieron la vida y los ojos clamando por igualdad. Como en los memoriales a los detenidos desaparecidos, la plaza no es sólo un espacio testigo de hechos históricos, sino también evidencia material en procesos de justicia aún en desarrollo. Sellarla con pasto es declarar que no habrá justicia para esas víctimas de las violaciones a los derechos humanos.
Este acto de jardineros y pintores por Kast debería servir para pensar y debatir cómo queremos que sea la plaza bajo el gobierno de Boric y al alero de una nueva constitución. Para eso, necesitamos imaginar otra forma de construir espacio público, con equidad, inclusión, participación, memoria y justicia. Un posible ejemplo está a sólo unos metros del plinto vacío: el Jardín de la Resistencia, un contramonumento subterráneo a la hegemonía de Baquedano. Creado de manera colectiva, abierto a múltiples intervenciones —incluida la relocalización del pasto— e inspirado en la naturaleza, es un espacio que sembró donde hubo piedras, pero que a diferencia de la acción en la plaza no usa el verde para borrar, sino para recordar, memorializar y cuidar la germinación de un nuevo país.