Francisco Díaz. Editor General, Ediciones ARQ. Coeditor ARQ.TXT
Difícilmente imaginábamos a inicios de septiembre de 2019 en qué estaríamos un año después. Tanto el estallido primaveral de octubre de 2019 como la pandemia de COVID-19 que llegó a Chile en marzo de 2020 sacudieron por completo cualquier noción de estabilidad, sea política, económica, cultural, laboral, familiar, doméstica e, incluso, personal. Nada es como era y nada está siendo como pensábamos que sería. Al menos como lo pensábamos hace un año.
Quizás la certeza de esa ignorancia, relativamente reciente, hace que la aún más reciente profusión de predicciones resulte curiosa. En las últimas semanas nos hemos llenado de artículos de prensa y seminarios online –tanto académicos como gremiales– sobre la “ciudad post covid” [sic] y, en esta nueva ola, los arquitectos y urbanistas estamos siendo una de las fuentes más consultadas. Aún no salimos de la pandemia y ya estamos vaticinando cómo será la vida después de ella. Pero ¿sabemos realmente algo sobre el futuro? ¿Tenemos alguna autoridad para anticiparlo? ¿En base a qué conocimientos nos sentimos con la confianza de predecirlo?
Los arquitectos sabemos planificar en el presente objetos que existirán en el futuro. Sin embargo, proyectar no es sinónimo de predecir. Hay una gran diferencia de grado entre construir el futuro –que es, a fin de cuentas, algo que todos los seres humanos hacemos día a día– y conocerlo de antemano. La capacidad de pronosticar tampoco está entre las competencias de los historiadores de la arquitectura pues, por mucho que esté históricamente comprobado que las ideologías higienistas permearon la modernidad, eso no quiere decir que a cada pandemia le corresponda una nueva ciudad (de hecho, no tenemos antecedentes de que la gripe española que azotó al planeta hace un siglo haya sido la piedra fundacional de un nuevo tipo de urbanismo) ni, menos aún, que la historia se repita. Y los propios urbanistas, que alguna vez planificaron la forma en que las ciudades crecerían, hoy se pelean por narrar en los medios cómo las lógicas de distanciamiento han modificado nuestras costumbres y cómo las de cuarentena modificarán nuestra relación con las ciudades. Pero tampoco hay ninguna certeza de que eso perdure en el tiempo.
Saber de historia, planificación o diseño no nos autoriza a anticipar el futuro. Si queremos profetizar, debemos ser claros en admitir que es a título personal y no porque nuestras competencias profesionales lo permitan. Hay –nuevamente– una importante diferencia de grado entre decir que ‘nos gustaría que las cosas fueran’ de una cierta forma a afirmar, parapetados detrás de una disciplina, que las cosas ‘van a ser’ de una cierta forma. ¿O será que esta tendencia a predecir el futuro es una manera de ocultar nuestra incapacidad de proyectarlo?