Dino Bozzi. Profesor, Escuela de Arquitectura UC
El 10 de marzo de 2021, el Consejo de Monumentos Nacionales acordó “el retiro temporal de la escultura ecuestre al General Baquedano… a fin de realizar trabajos de conservación y restauración integral sobre la pieza. Esta medida se fundamenta en el riesgo estructural que presenta hoy la escultura, lo que podría poner en riesgo la seguridad para las personas”, aclarando también, “que las intervenciones realizadas anteriormente no pueden entenderse como acciones de restauración”.
Se escribe así un nuevo capítulo de la inconclusa saga del General Baquedano, de la plaza del mismo nombre y de su historia —simbólica y material — iniciada bastante antes del 18 de octubre de 2019. Una historia que pasa por los proyectos de Vicuña Mackenna; la invasión de una joven y decimonónica república a Perú, Bolivia y el Wallmapu; la erección de un monumento al “héroe” de esas invasiones (por parte de un heroico dictador); el desplazamiento del monumento a los inmigrantes italianos; y la construcción y demolición (en un plazo de tres décadas) de la más magnífica estación de trenes que Chile haya visto (la estación Pirque). Sin olvidar los festejos deportivos, las manifestaciones políticas y su represión en dictadura y democracia, además del cercenamiento de las limpias geometrías de la plaza y parques aledaños para dar cada vez más espacio al automóvil.
Se han alzado, como respuesta a este capítulo, las voces de connotados —y no tanto— arquitectos y urbanistas, que proponen toda clase de diseños y obras que solucionarían el entuerto actual y garantizarían un futuro esplendor.
Pensar que remodelar pronto la Plaza Italia puede aportar en algo —al fin de la violencia y el vandalismo— es no entender los alcances y capacidades de la arquitectura, tanto simbólicos como prácticos.
El sólo retiro de la escultura revestirá un importante riesgo para quienes lo hagan. Ni imaginar las posibles consecuencias de ejecutar una obra de espacio público en el terreno de enfrentamiento entre manifestantes y carabineros.
Además, ¿qué legitimidad tendría una solución definitiva propuesta por un gobierno acusado de violar los Derechos Humanos en ese lugar —y en el resto del país— prestándose, además, para el tragicómico repintado diario del monumento?
Harto más relevantes son las obras en esos territorios donde se vive, diariamente, la violencia sistemática, la marginalidad y la segregación, como la toma en Renca, desalojada por la policía a la misma hora que discutíamos sobre una estatua de bronce.
Por supuesto, podemos hacer ambas cosas al mismo tiempo, pero si no nos ponemos de acuerdo, como nación, en cuáles son los valores que compartimos y cuáles no (ojalá el proceso constituyente ayude), poco sentido tiene discutir el programa simbólico de nuestros territorios.
Por ahora, cabe evitar daños irreversibles a nuestro patrimonio material, mientras los procesos en curso construyen nuevas memorias, revelan nuevos valores y opacan otros, a la espera de levantar nuevos monumentos y espacios públicos que sean el patrimonio futuro de una nación rica en nuevas identidades, orgullosa de aquello que nos une y de aquello que nos diferencia.