José de Nordenflycht. Profesor asistente adjunto, Escuela de Arquitectura UC
Una imagen que el confinamiento pandémico trajo a nuestras pantallas fue la sorpresa de un par de pumas solitarios deambulando por barrios de Santiago. Más allá de la observación conservacionista, que considera aquello como una prueba de que los invasores de un hábitat original somos las personas y no los animales silvestres, queda la pregunta de si es pertinente imaginar que los animales consideren instintivamente que ese hábitat sea parecido a la arquitectura.
Nuestro propio instinto nos responde que no, porque las personas son los únicos animales que planifican y diseñan con la libertad que da imaginar el futuro. Basta observar algún animal que tengamos cerca, el que probablemte estará domesticado, y por tanto es parte de nuestro dominio. De ahí domus y toda una larga historia cultural que recitamos hasta hoy.
El caso es que en el reciente libro Animales Arquitectos de Juhani Pallasmaa (2020), éste autor recurre a la metáfora transespecista basado en la premisa del rendimiento constructor de algunos animales, analogías en las que nidos, madrigueras o cuevas serán inspiradores de arcos, torres o cúpulas.
Si estuviéramos de acuerdo, deberíamos salir a quemar – otra vez – los Vignolas y ahora cambiarlos por libros de zoología, entomología o biología, para leerlos con fruición en dirección opuesta al discurso higenista moderno cuya profilaxis ignora a los animales de la ecuación arquitectónica. ¿Tenían mascotas Mies y Le Corbusier? Lo desconozco. Pero lo que sí sabemos es que en esa misma línea tendríamos que, al menos, considerar las condiciones de cohabitación que nuestras arquitecturas puedan tener con las de los animales. Todo esto en un extraño giro de competencia simbólica sobre el uso y función de nuestras ciudades al arbitrio del poder transformador de una arquitectura que – ahora – no sería privativa de las personas.
Ese curioso giro tiene alguna validez en las derivas que hace Pallasmaa en el contexto de la representación de la arquitectura. Más aún si las pensamos metacríticamente cuando los animales no sólo pueden ser considerados productores de arquitectura, sino que también habitantes de ella, en tanto las personas interactúan con su presencia material e inmaterial de manera permanente.
“Menos cóndor y más huemul”, escribió Gabriela Mistral. Hoy podríamos desplazar estos animales silvestres por la analogía de dos animales domésticos que la iconoclasia política ha instalado en el imaginario urbano. Por un lado, el caballo montado por algún héroe y, por otro lado, el perro convertido en héroe. Recordemos que en el sentido coloquial del habla chilena lo caballo es lo superlativamente destacado y singular, tanto por escala como por forma. Mientras que lo aperrado es aquello que hace expresión colectiva de una solidaridad que intenta mitigar disparidades, convirtiendo la resiliencia en resistencia. Por lo que parafraseando a la poetisa uno podría esperar que nuestras arquitecturas sean menos caballas y más aperradas.
Así un día el verdadero animal arquitecto, remitido a la especie humana, es quien podrá diferenciar su práctica de aquella que como respuesta a instintos y pulsiones individuales sólo produzca cobijo en madrigueras.