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¡VÁNDALOS!

Dino Bozzi. Profesor, Escuela de Arquitectura UC

Originarios de la periferia del Imperio, a fines del 406 d.C, los vándalos cruzan el Rin, iniciando un largo periplo por tierras romanas para instalarse en la costa sur del Mediterráneo, fundando un reino que, con capital en Cartago, pretendió disputar la hegemonía a los romanos.

Célebres por el Sacco di Roma, del 455, cuando una formidable flota remonta el Tíber hasta la ciudad, cuyas puertas les abre el Papa León I, permitiéndoles saquear, además de raptar a la viuda e hijas del emperador Valentiniano, una de las cuales será desposada con el príncipe vándalo, Hunerico.

Este es, tan sólo uno de la casi decena de saqueos que históricamente sufrió Roma, a manos de godos, francos, germanos, españoles, franceses y alemanes.

No son estos últimos los que, hasta hoy, nos recuerdan el saqueo de Roma ni a quienes atribuimos el daño del espacio público y el patrimonio. Por el contrario, afrancesamiento, españolización y germanización han sido sinónimos de progreso y sofisticación de las élites y sus resultados materiales, incluso, protegidos como patrimoniales.

Henri de Grégoire, obispo constitucional, presidente de la Asamblea Nacional y uno de los precursores de la preservación patrimonial, acuña la palabra “vandalismo” para referirse a las destrucciones y pillajes posrevolucionarios, en su Rapport sur les destructions opérées par le Vandalisme, et sur les moyens de le réprimer, de 1794.

Es que las luchas, traiciones y conjuras terminaron, en 100 años, con el Reino Vándalo de Cartago y su sueño, pasando a la historia como simples ladrones y plagiarios.

En Chile, desde el 18 de octubre pasado, la élite, al tiempo que condena la intervención de monumentos y edificios patrimoniales, describe a sus autores como marginales, resentidos, que no se identifican con el ideal patrio ni valoran su historia, en definitiva, vándalos.

La exigencia de condenar toda violencia (venga de donde venga, vandalismo incluido) se ha instalado como un mínimo de civilidad, mientras nadie osaría llamar vandalismo a la destrucción del patrimonio natural y cultural que, al amparo del sistema que el movimiento social parece querer desmantelar, han cometido actores desde esa misma élite hegemónica.

El patrimonio sólo será válido, y capaz de constituir referencias identitarias compartidas y durables, si entendemos que no reside sólo en los objetos y es producto de un complejo y continuo proceso de construcción y atribución de valores por parte de una comunidad, y que, lejos de constituir un espacio de consenso, es uno en conflicto constante, valórico, simbólico, ojalá democrático, donde confluyen las distintas visiones y prácticas culturales de comunidades y territorios.

Si bien es temprano aún para definir qué, en estos actos de vandalismo, es simple (e inaceptable) destrucción del patrimonio y qué es una genuina resignificación, lo que sí está claro es que algo de lo que demandan nuestros propios vándalos debe entrar a la esfera de la cultura hegemónica, si no queremos que se perpetúe una marginalidad cultural y territorial que atentará, no sólo contra nuestros monumentos, sino también contra el sentido mismo de ser país.

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